Todo el mundo sabía lo que contenía este libro antes de que nadie lo leyera, y las primicias esquilmadas en los titulares previos a la publicación son ya noticias antiguas. Sí, aquí tenemos la afirmación de Bannon de que la campaña de Trump puede que tuviera una reunión con agentes rusos que fuese “traición”, además de la funesta advertencia de que Ivanka cree que su marca es potencialmente presidencial. Wolff asemeja inevitablemente el encubrimiento del asunto ruso a los embustes de Watergate, y nos pone brevemente al día del Pissgate y el Pussygate – que son, respectivamente, la espuria historia de la “lluvia dorada” [de prostitutas con Trump en un hotel] en Moscú, y la baladronada de Trump, de la que hay más pruebas, acerca de su éxito como sobón (aunque, creyendo evidentemente que el privilegio del ejecutivo protege su mendacidad, afirma ahora que “la verdad es que no soy yo” el de esa grabación).
Fire and Fury también lo cuenta todo sobre el laqueado trampantojo del peinado de Trump, con bucles teñidos y peinados sobre un cráneo que está totalmente calvo y resuena vacío. Pero más allá de esos actos de denuncia, lo que hace el libro importante es su taimado e hilarante retrato de un hombre hueco para el que el mundo entero prácticamente ha desaparecido en el agujero negro de su ego necesitado y codicioso. Wolff se lamenta de Trump, explica las condiciones que lo hicieron posible y nos acusa a todos nosotros de colusión en esta locura.
Empieza por aseverar el nihilismo de Trump, incluso su insignificancia. Roger Ailes, ideólogo de [la cadena televisiva] Fox, sacó la conclusión de que carece lo mismo de principios que de temple. Un asesor económico de la Casa Blanca le considera “menos una persona que un conjunto de rasgos terribles”. O quizás de aterradores tuits: Trump ni lee ni puede leer, de modo que encuentra problemático un discurso coherente, y degenera enseguida en repetición temblequeante o en infames invectivas. Twitter es la forma de expresión que escoge porque se corresponde con las ansias espasmódicas por las que se ve impulsado.
Los ayudantes de Trumple le tratan como a un “tozudo de dos años de edad”: este crío setentón escupe todo los días el chupete, rabioso. Rupert Murdoch cree que es “un puñetero idiota” y se dice que Rex Tillerson le ha llamado “jodido imbécil”, y en ambos casos las groserías registran una exasperada incredulidad por lo que Wolff describe como una combinación rimada de “estupidez y avidez”. En respuesta a ello, ha proclamado de sí mismo que es “un genio muy estable”, lo que no hace más que confirmar las estimaciones previas. Este es el hombre que pronunció el nombre de Xi Jinping como Ex-ee, y que tuvo que ser reprogramado para que pensara en su colega chino como una mujer para que esa boca suya permanentemente de morros pudiera pronunciar el monosílabo “She” [en inglés, “ella”] cuando se encontraran.
Para ser justos con él, Trump nunca quiso ser presidente y quedó tan espantado, viene a sugerir Wolff, como el resto de nosotros cuando ganó. El único objetivo de su chabacana existencia consiste en ser “el hombre más famoso del mundo” – me pregunto si, por el contrario, el más infame será lo propio– y su alarmante y estremecedora victoria se le antoja a Wolff una “añagaza del destino”, su “brusco merecido” incluso. Sin cualificación para el puesto e incapaz de desempeñarlo, remiso hasta para comportarse presidencialmente, la venganza de Trump ha consistido en arrastrar por el suelo el cargo que ostenta, paralizar el gobierno y calumniar al país que su gorra de béisbol dice que quería hacer de nuevo grande.
Pero Wolff no nos permitirá echarle enteramente la culpa a Trump en lo tocante a los palurdos de los estados republicanos que le votaron ni a los saboteadores rusos que prestaron su ilícita ayuda. Son hoy sus enemigos quienes alimentan sus payasadas. Trump no tiene interés alguno en concebir legislación o dirigir la política exterior; su tiempo lo pasa viéndose en televisión, y Wolff acusa a periodistas y presentadores de noticiarios de mantener una obsesión recíproca. Trump, declara de manera brillante, es “un símbolo del autodesprecio de la propia prensa”. Esa imputación se aplica a Wolff en particular. Consiguió permiso para pasar el rato en el Ala Oeste después de escribir un artículo suave acerca de Trump para una revista de Hollywood, y aquí traiciona a sus fuentes confidenciales de la Casa Blanca con la esperanza de salvar su mala conciencia.
“Yo lo considero ficción”, ha dicho Trump del libro de Wolff. También yo, aunque no dude de su veracidad en conjunto: es lo que Mailer y Capote llamaron una vez novela de no ficción, con Wolff de narrador omnisciente que se imagina en reuniones de las que sólo ha oído hablar a otros, y escribe como si estuviera al tanto de los cálculos mentales de sus personajes. Trump, que es todo “ello”, no ofrece resistencia a esta escucha subrepticia. “Hay mucho bullendo en su cabeza”, dijo una vez, asombrado, acerca de Bannon. Sí, señor presidente, es lo que se conoce como pensar.
Para caracterizar a Trump, Wolff recurre a toda una serie de arquetipos norteamericanos – el charlatán obsequioso de Muerte de un viajante, de Arthur Miller, el populista rústico interpretado por Jimmy Stewart en Mr. Smith Goes to Washington [Caballero sin espada, 1939], de Frank Capra, que representa los valores que él pretende falsamente venerar. Los conseguidores de Trump tienen identidades caricaturescas de la cultura “pop”. Jared Kushner es Jeeves, mayordomo servil pero altanero, mientras que Ivanka se asemeja a una melindrosa princesa de Disney; ambos quedan fundidos en Jarvanka, lo que hace que suenen como mutantes de Star Wars, compañeros de perrera de Chewbacca. Donald Trump junior, desventuradamente inducido a codearse con los rusos en la Torre Trump, es Fredo, el hermano lerdo que ha de ser ejecutado en El padrino. Kellyanne Conway recibe el apodo de Uñas, en homenaje a sus garras de manicura a lo Cruella de Vil. El homúnculo de voz chillona Jeff Sessions aparece como Mister Magoo. Anthony Scaramucci, también conocido como el Gorrón, no necesita ningún prototipo bidimensional, puesto que él mismo es un dibujo animado.
Bannon, el informante más indiscreto de Wolff, recibe un tratamiento más completo, y Wolff especula con lo que Updike o Elmore Leonard podrían haber hecho de él. Con manchas del hígado, de mofletes caídos, protuberante, Steve el Desaliñado es la encarnación misma de un mugriento político de Tammany Hall [símbolo decimonónico de la corrupta maquinaria política neoyorquina]. Pero estalla de modo bíblico y utiliza el micrófono como Josué dando alaridos ante las almenas de Jericó con su trompeta, o despotrica igual de proféticamente a modo de Casandra. Y a despecho de su religiosidad, algunos colegas le denigran como a un Rasputín demoníaco.
Bannon hace una poderosa aportación al coro escatológico del libro, que se inicia cuando George W. Bush describe la enloquecida diatriba de Trump en su toma de posesión como “una especie de extraña mierda”. Luego, Bannon denomina una “mala mierda” el encuentro ruso de Don Jr; Wolff; también le concede la última palabra cuando, anticipando nuevos conflictos, prevé que el futuro será una “loca mierda”. Asimismo se contrae prudentemente cuando el consejero especial Robert Mueller empieza a indagar en los recovecos más sensibles de los trumperos. “Se me puso el culo prieto”, anuncia Bannon.
Trump, sin embargo, bufa como el Etna, y sus escoltas, advierte Wolff, vigilan ansiosamente en busca de señales de que pudiera estar a punto de “estallar”… pero ¿por qué salida, por arriba o por abajo? Afortunadamente, el fuego y la furia vienen aquí a ser mayormente faroles y bravatas, y Wolff cree que es más probable que nos ahoguemos en las estupideces de Trump que no que acabemos incinerados en un bombardeo nuclear que podría ordenar de un modo tan caprichoso como una de las doce coca-colas “light” que engulle a diario de un trago. Entretanto, le sostiene nuestra aturdida fascinación: se ha convertido en nuestro placer culpable.